Las divisiones del mundo visible y del mundo invisible
AL.·.G.·.D.·.G.·.A.·.D.·.U.·.
Libertad Igualdad Fraternidad
Las divisiones del mundo visible y del mundo invisible
Alfredo Corvalán
Antes de la invención de las lentes de aumento, el mundo visible consistía en aquello de lo cual nos informaban nuestros sentidos, pero los mecanismos de amplificación han hecho que nuestros sentidos profundicen en la naturaleza. Esto hace que sea mejor pensar en el mundo visible como el universo físico en su totalidad; es decir, lo que captan nuestros sentidos sin ayuda, más lo que la ciencia añade a sus informaciones.
La mitad invisible e inmaterial de este mundo la encontramos directamente en nuestros pensamientos y sentimientos, pero las visiones modernas y tradicionales difieren categóricamente sobre hasta dónde se extienden las cosas inmateriales en la naturaleza. Los tradicionalistas consideran que los seres descarnados (ángeles, demonios, santos patrones, etc.) son partes integrantes del universo tanto como las montañas y los ríos, pero la modernidad ha retirado la conciencia (o más ampliamente la vida mental) del mundo general al convertirla en un epifenómeno de los organismos biológicos en algún nivel de su complejidad.
Las dos mitades del otro mundo
Normalmente, hay dos divisiones: los aspectos cognoscibles de Dios y las profundidades insondables de Dios, a las que Jacob Bochen llama “Abismo Divino” y Meister Eckhart “Divinidad”. En otros términos: Dios y la Divinidad. Hay otros pares de términos que nos ayudarán a comprender dicha división: Dios como cognoscible e incognoscible, Dios como manifiesto y oculto, y Dios como personal y transpersonal.
Dios como cognoscible e incognoscible: En la medida en que “incognoscible” denota ignorancia, aquí este término induce a error, ya que no ignoramos totalmente a la Divinidad. Solamente el conocimiento conceptual del hemisferio izquierdo del cerebro –un conocimiento que se puede expresar con palabras– es desconocido. La Divinidad no puede ser descripta en forma racional, pero (de una manera que se parece más al ver que al pensar) puede ser intuida o, mejor dicho, discernida intuitivamente.
Manifiesto y oculto: éstos son dos de los noventa y nueve nombres bellos de Alá, Az-zahir y Al-batin. Los seres humanos se parecen a Dios por tener igualmente un aspecto manifiesto y otro oculto. Nuestras características físicas están abiertas al mundo, mientras que ni siquiera nuestros amigos y familiares tienen acceso a las profundidades insondables de nuestra intimidad.
Personal y transpersonal: entendemos mejor las cosas que se nos asemejan. Concebimos al Dios personal cubierto de atributos como los nuestros (aunque nos exceden infinitamente en nobleza). Parece del todo razonable que, entre los atributos infinitos de Dios, las sensibilidades humanas tiendan a discernir virtudes que ellos mismos poseen (bondad, misericordia, amor, etc.).
El complemento lógico al Dios personal es el Dios transpersonal, pero aquí debemos tener cuidado. El error obvio sería confundir transpersonal con impersonal, cosa que por supuesto no puede ser Dios. Transpersonal es más que personal, no menos, y eso lo convierte en un concepto difícil: no es fácil imaginar cosas que nos sobrepasan. El significado primario de la palabra personal deriva de los seres humanos, personas humanas; y como dichas personas son radicalmente finitas, personal es un adjetivo no adecuado para aplicarlo a Dios. La gente que tiene dificultades con la noción de un Dios personal –su número parece aumentar– siente rechazo porque el concepto les parece antropomórfico. Y tienen cierta razón.
Para estar religiosamente disponible, Dios debe ser de algún modo semejante a nosotros o no podríamos relacionarnos con él. Sin embargo, cuando es demasiado parecido a nosotros, Dios deja de evocar la reverencia y el sobrecogimiento que se requiere para la adoración. Por eso se requiere identidad y diferencia, ambas en grado máximo funcionan conjuntamente como contrapunto. No hace falta decir que no hay dos dioses. Estamos hablando de grados de compresión de una sola realidad.
Relación jerárquica
Los cuatro dominios de la realidad no tienen idéntico valor. Cuando desplegamos el mundo en cuatro regiones, en conjunto nos ofrecen una visión jerárquica. Siendo infinita, la divinidad es más completa que Dios, que a su vez es más importante que las dos mitades de este mundo (que aquí se comprenden mejor agrupadas, ya que ninguna es claramente superior a la otra).
Etimológicamente, jerarquía significa dos virtudes (santidad, heiros, y poder soberano, arkhes), las cuales conjuntamente proclaman la afirmación central de la religión. Veamos ahora la tradicional visión jerárquica del mundo. Toda virtud aumenta a medida que ascendemos desde este mundo (sus dos mitades consideradas conjuntamente), pasando por Dios hasta llegar a la Divinidad, donde alcanza su límite lógico.
No podemos imaginar esos límites en concreto (perfección, omnisciencia, omnipotencia, omnipresencia, etc.) porque están más allá de nuestra comprensión; pero podemos seguir la lógica del asunto, y en cualquier caso sabemos lo que son esas virtudes a través de las formas rudimentarias que adoptan en nosotros. Así conocemos las tres virtudes griegas de bondad, verdad y belleza; las de la India: la existencia, la conciencia y la beatitud; la creatividad y la compasión que Yahvé ejemplifica de manera tan inquebrantable; y en todo su alcance, los noventa y nueve nombres bellos de Alá. El amor cristiano no debería pasarse por alto.
En nosotros la virtudes son distintas –el conocimiento no es lo mismo que la belleza, y ninguno de los dos es sinónimo del poder–. En Dios las virtudes se superponen al mismo tiempo que se distinguen, pero en el punto matemático de la Divinidad, en la parte superior del diagrama, las fronteras de las virtudes se disuelven y cada una adquiere las características de las otras. La Divinidad conoce amorosamente y ama cognoscitivamente, y así de forma sucesiva hasta que todas las virtudes se condensan en una singularidad que los escolásticos denominaron “la divina simplicidad”.
En directa oposición a la visión científica del mundo, donde la causación procede hacia arriba, de lo simple a lo complejo, en la visión tradicional del mundo la causación va hacia abajo, de lo superior a lo inferior. Ya se hable de Dios, o Yahvé creando el mundo, o emanando del Uno Transpersonal (como los neoplatónicos, los vedánticos y los taoístas filosóficos prefieren decir), los efectos nunca igualan a sus causas.
Una metáfora frecuentemente invocada para comunicar esta idea es la de los velos. El infinito no puede (a menos que se contradiga a sí mismo) renunciar a su infinitud. Sin embargo, al mismo tiempo, debido a su infinitud, no puede excluir nada, lo que significa que debe incluir lo finito. Siguiendo la misma línea de razonamiento, no sólo debe incluir lo finito, debe incluir igualmente todas sus gradaciones. Sólo un único velo oculta la plenitud del infinito a aquello que más se le aproxima –a saber: el Dios personal–, pero los velos se añaden progresivamente para producir todos los grados de lo finito hasta que finalmente llegamos a la más exigua forma de existencia, donde lo infinito está oculto casi totalmente.
La fuerza de la metáfora de los velos radica en que reconoce la ubicuidad de lo infinito mientras que al mismo tiempo permite explicar sus grados discernibles.
La clave de la cuestión está en la noción de que la jerarquía de la visión tradicional del mundo giraba entorno a grados de realidad. ¿Qué podía significar eso? En un mundo unidimensional donde no hay Trascendencia, la Realidad con mayúscula no da a la palabra un referente distinto; todo lo que hace es inyectar entusiasmo en ella. En cambio, en un mundo multidimensional, donde hay Trascendencia, la Realidad con mayúscula es la realidad infinita de Dios.
Hay cientificistas que afirman que las opiniones pre científicas sobre el mundo son siempre erradas. Pero a ello podemos oponer que la ciencia no ha descubierto ningún hecho objetivo que vaya contra la metafísica tradicional. Es necesario comprender la diferencia entre cosmología (donde esa aserción es válida) y metafísica (donde no lo es). La visión del mundo tradicional puede incorporar todo lo que ha descubierto la ciencia sin problemas serios.
Sin embargo, hay ideas que merece la pena ponderar antes de decidir en qué punto de vista (tradicional o científico) queremos vivir. Algunas de ellas son:
- ¿Puede algo derivar de la nada? ¿Puede un riachuelo discurrir a más altura que su fuente? Intuitivamente ninguna opción parece posible, pero la visión científica requiere respuestas afirmativas a las preguntas, mientras que la visión del mundo tradicional no. Vida a partir de la falta de vida, lo sensible a partir de lo insensible, inteligencia a partir de lo que carece de ella, ya que, a cada paso en la ciencia, lo más se deriva de lo menos.
- La visión jerárquica de la realidad surge como la que más se ajusta al amplio espectro de intuiciones humanas. Constituida recientemente, tanto a través de la historia oral como escrita, se presenta a sí misma como el punto de vista humano natural, la visión que es normal para la condición humana porque está de acuerdo con toda la gama de sensibilidades humanas. Es la visión con la que han soñado los filósofos, que han visto los místicos y que los profetas han declarado.
Comprendemos completamente los objetos físicos, tales como un automóvil, cuando somos nosotros mismos quienes podemos construirlo. En otros ámbitos la “explicación” se convierte en empresa difícil. Los filósofos no han encontrado un criterio para determinar cuándo se puede decir de algo que ha sido explicado, excepto que la explicación ofrecida nos satisfaga. La buscada satisfacción llega cuando la explicación muestra que lo que está siendo explicado aparece tal y como pensábamos que debería ser.
Extrapolando lo anterior a la metafísica, la moraleja es la siguiente: verdadera o no, la visión tradicional del mundo es meridianamente inteligible. La visión científica del mundo no lo es. Excluyendo de ella de forma categórica las causas finales, necesariamente llega a callejones sin salida en preguntas que no tienen respuesta.
Referencias:
- Corvalán, Alfredo (2005). La Logia Fe, el siglo XXI y el retorno a las fuentes. Montevideo: Ediciones de la Fe.