“Masonería e Iglesia Católica Apostólica y Romana, relacionamiento desde 1717 hasta 2015”
A L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·.
Libertad Igualdad Fraternidad
Fragmento del libro El masón y Dios
“Masonería e Iglesia Católica Apostólica y Romana, relacionamiento desde 1717 hasta 2015”
Alfredo Corvalán
En las relaciones de la Masonería con la Iglesia Católica, Apostólica y Romana hay dos momentos claves de tensión y enfrentamiento, uno en el siglo XVIII y otro en el XIX. También hay un tercer momento de serenidad y acercamiento, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965). Aunque en algunos sectores de la Iglesia han surgido últimamente ciertos problemas de incomprensión y falta de entendimiento, tenemos la fundada esperanza en que durante el papado del actual Sumo Pontífice Francisco sean superados.
El siglo XVIII fue para la Masonería especulativa (nacida en 1717) un período de zozobra y persecución; pocos gobiernos o estados no se ocuparon de los francmasones y prohibieron sus reuniones. En este contexto, las prohibiciones y las condenas del Papa Clemente XII, en 1738, y de Benedicto XIV, en 1751, así como el decreto del Cardenal Firrao para los Estados Pontificios, en 1739, no son más que otros tantos eslabones en la larga cadena de medidas adoptadas por las autoridades europeas en el siglo XVIII.
En todos estos casos, bien se trate de Clemente XII o Benedicto XIV, del sultán de Constantinopla, del Consejo de la República y Cantón de Ginebra, de la emperatriz María Teresa de Austria, de los magistrados de la ciudad de Hamburgo, del rey de Nápoles o del jefe de la Policía de París (por aludir sólo a algunos de los más representativos), se constata que las razones alegadas por unos y otros, que corresponden a gobiernos protestantes (Holanda, Ginebra, Hamburgo, Berna, Hannover, Suecia, Dantzing y Prusia), a gobiernos católicos (Francia, Nápoles, España, Viena, Lovaina, Baviera, Cerdeña, Portugal, Estados Pontificios) e incluso islámicos (Turquía) coinciden con los expuestos por Clemente XII y Benedicto XIV.
En definitiva, se reducen al secreto riguroso con que los masones se envolvían, así como el juramento hecho bajo tan graves penas, y sobre todo a la jurisdicción de la época –basada en el Derecho Romano–, por la que toda asociación o grupo no autorizado por el gobierno era considerado ilícito, centro de subversión y un peligro para el buen orden y tranquilidad de los Estados.
En esta escala de motivaciones, las bulas pontificias no fueron una excepción. Esto no sólo se deduce del análisis del texto de las mismas, sino de la abundante correspondencia vaticana existente sobre esta materia, e incluso de la procedente del Santo Oficio romano, en especial la del año 1737. Es cierto que tanto Clemente XII como Benedicto XIV, a los motivos de seguridad del Estado –es decir, a los motivos políticos– añadieron otros religiosos. Las reuniones de masones eran “sospechosas de herejía” por el mero hecho de que los masones admitían en las logias a individuos de diversas religiones, es decir, a creyentes católicos y no católicos, con tal que pertenecieren a algunas religión monoteísta. Esto en el siglo XVIII tenía una valoración muy distinta de la de nuestros días. Las reuniones –incluso los simples contactos– entre católicos y no católicos en esa época estaban severamente prohibidas por la Iglesia Católica, incluso se condenaba con la excomunión, es decir, la misma pena que era infligida a los masones.
A los gobiernos de Europa –y en este punto estaban de acuerdo tanto los protestantes como los católicos y los musulmanes– no les gustaba la actitud de clandestinidad de los masones, que les impedía estar al corriente de lo que pudiera tratarse en sus reuniones. A la Santa Sede le ocurría lo mismo. La prueba está en la correspondencia de la época y en el Edicto que el cardenal Firrao, Secretario de Estado, publicó el 14 de enero de 1739 en Roma, donde dijo que las reuniones masónicas eran no sólo sospechosas de herejía, sino que, sobre todo, eran peligrosas para la pública tranquilidad y la seguridad del Estado Eclesiástico; ya que de no tener materias contrarias a la fe ortodoxa y al Estado y la tranquilidad de la república, no usarían tantos vínculos secretos. Razón por la cual condenó a los masones a la pena de muerte, confiscación de bienes y demolición de las viviendas donde estuvieran reunidos. Era una época en que ni siquiera el Tribunal de la Inquisición –según su derecho penal– podía condenar a muerte por la mera sospecha de herejía, que sí era condenada con pena de prisión.
Numerosos Estados, a raíz de las bulas pontificias, y siguiendo sus deseos manifestados a través de las nunciaturas, prohibieron la Masonería bajo las más severas penas. Entonces sucedió que en las naciones con sistema confesional, los masones fueron perseguidos no como tales, sino por ofensa a la religión católica, puesto que estaban excomulgados, fundamentándose el delito de masonería en la lesión al orden religioso católico. Desde el momento en que se tenía como base la Constitución de los Estados Católicos, el delito eclesiástico automáticamente pasaba a concebirse y castigarse como delito político. Razón por la cual en ningún documento del siglo XVIII –y en esto no son una excepción las bulas de Clemente XII y Benedicto XIV– no se prohibió la Masonería en cuanto institución, sino a la “reunión de masones”; que recibía toda clase de denominaciones en la bula in eminenti de Clemente XII: asambleas, conventículos, juntas, agregaciones, círculos, reuniones, sociedades, etc.
No obstante, a excepción de Roma y en los países donde estaba implantada la Inquisición, la mayor parte de estas prohibiciones apenas tuvieron vigencia en el siglo XVIII, dado el desarrollo y prestigio que, a pesar de todo, fue adquiriendo la masonería y la pertenencia a ella de importantes hombres de la nobleza y el clero, y en algún caso, incluso soberanos. Precisamente, una de las cosas que más llama la atención es la presencia en la Masonería del siglo XVIII de numerosos pastores protestantes, especialmente anglicanos, calvinistas y luteranos, así como sacerdotes ortodoxos y, en especial, eclesiásticos católicos: obispos, canónicos, párrocos, vicarios y miembros de prácticamente todas las órdenes religiosas, a pesar de las prohibiciones papales.
En el siglo XIX se experimenta un cambio notable. La aparición de las sociedades patrióticas o políticas, por un lado, y por otro el impacto de la Revolución Francesa en los soberanos absolutistas de la Europa del Congreso de Viena, que no se resigna a perder su poder, serán objeto de una especial preocupación por parte de Roma.
Tras la Revolución Francesa (1789-1799), en la que fueron víctimas no pocos masones, entre ellos el sacerdote católico Juan María Gallot, de Laval, quien posteriormente fue beatificado por la Iglesia Católica, la situación es radicalmente diferente. Así como en los países anglosajones la Masonería adquirió cierto prestigio social, especialmente en Estados Unidos, Gran Bretaña y países nórdicos, donde la presencia del clero no católico siguió siendo importante e influyente dentro de la Masonería, en la misma medida los reyes de Inglaterra y Suecia controlaban la Masonería en sus respectivos países y gran parte de los presidentes de los Estados Unidos de América militaban en sus filas. Sin embargo, en los llamados países católicos los ideales de la Masonería, confundidos e identificados en gran medida con los del liberalismo, suscitaron por parte de la Iglesia Católica y de los gobiernos absolutistas de la época una dura reacción, que derivó en la conocida unión del Trono y del Altar en defensa de sus respectivos poderes.
De esta forma, en los primeros años del siglo XIX el enfrentamiento entre la Iglesia Católica y la Masonería se vio afectado por las consecuencias interpretativas de la Revolución Francesa y por el nacimiento del famoso “mito” del “complot” masónico-revolucionario, a cuya difusión contribuyó tanto el abate Barruel. A partir de estos años, la Masonería latino-europea se vio involucrada en una imagen menos sólida y respetable en comparación con la mantenida en el mundo anglosajón, y llegó a verse especialmente afectada ante la confusión surgida al proliferar las sociedades secretas y al identificarse erróneamente a los masones con los iluminados bávaros, los jacobinos, los carbonarios y otros por el estilo. La aparición de las llamadas sociedades patrióticas y su lucha por la unificación italiana (en especial los carbonarios rápidamente identificados con los masones) atrajeron la atención de los Papas que veían amenazado su poder temporal.
En este sentido, llama la atención que desde Pío VII, en 1821, con su Constitución Ecclesiam Christi, hasta la Humanum Genus (1884) de León XIII, la Masonería será identificada por Roma como una sociedad clandestina, cuyo fin era “conspirar en detrimento de la Iglesia y de los poderes del Estado”, con lo que hubo sin más una identificación a priori de la Masonería con las sociedades patrióticas que en unos países luchaban por la independencia de los pueblos y en otros, como en Italia, por la unificación. El período clave de la confrontación entre la Iglesia Católica y la Masonería corresponde a los pontificados de Pío IX y León XIII. Recordemos que solamente estos dos Papas, en sus documentos y alocuciones, hablaron más de 2.000 (dos mil) veces contra la Masonería, identificada en muchos casos con la “Carbonería” (lo que es insostenible desde el punto de vista histórico), y siempre con las sociedades patrióticas y secretas que en aquellos años lucharon por la unificación italiana, en contra de los intereses temporales del Papa; quien se oponía a la pérdida de sus territorios pontificios. El acento político de aquellos ataques quedó reflejado en el leitmotiv que en todos ellos sintetizaba el pensamiento pontificio y que no era otro que el que la Masonería y las sociedades secretas atacaban “los derechos del poder sagrado y de la autoridad civil”, que “conspiraban contra la Iglesia y el poder civil”, que “atacaban a la Iglesia y los poderes legítimos”.
El propio León XIII en la Humanum Genus (1884) alude a las prohibiciones de la Masonería por parte de ciertos gobiernos y recalca que el último y principal de los intentos de la Masonería “era destruir hasta sus fundamentos todo el orden religioso y civil establecido por el Cristianismo, levantando a su manera otro nuevo con fundamento y leyes sacadas de las entrañas del naturalismo”. Y como prueba del proceder de la “secta masónica” y de su “empeño en llevar a cabo las teorías de los naturalistas”, añade que la Masonería “hace mucho tiempo que trabaja tenazmente para anular en la sociedad toda injerencia del magisterio y autoridad de la Iglesia, y a este fin pregona y contiende deberse separar la Iglesia del Estado, excluyendo así de las leyes y administración de la cosa pública el muy saludable influjo de la Religión católica”. Es claro que hoy el Vaticano II propugna esa separación entre Iglesia y Estado, sin recurrir por ello en ideas naturalistas.
En los años que siguieron a la publicación de la Humanum Genus se multiplicaron los estudios y libros destinados a iluminar la opinión pública católica: se fundaron asociaciones y revistas antimasónicas; se reunieron congresos antimasónicos, entre lo que es digno de mención el Internacional de Trento (1896), donde tanta participación tuvo el famoso Leo Taxil, quien no tardaría mucho en hacer público el fraude que durante tanto tiempo había mantenido respecto a la Masonería y a la Iglesia católica. Como contrapartida, las diversas masonerías de los países latinos derivaron hacia un exacerbado anticlericalismo y laicismo.
Finalmente, el Código de Derecho Canónico, promulgado poco tiempo después de la muerte de León XIII, el 27 de mayo de 1917, recogería la doctrina jurídica hasta entonces expresada, en especial la de Pío IX y León XIII. En concreto, el canon 2335 confirmaría las anteriores disposiciones pontificias del siglo XIX (pues las del siglo XVIII: el secreto, el juramento y la “sospecha de herejía” son totalmente olvidadas y omitidas), precisando la sanción al establecer que “los que dan su nombre a la secta masónica o a otras asociaciones del mismo género, que maquinan contra la Iglesia o contra las potencias civiles legítimas, incurren ipso facto en excomunión simplemente reservada a la Sede Apostólica”. Esta identificación de la Masonería como una sociedad que “maquina contra la Iglesia o contra las potencias civiles legítimas” sólo se puede comprender desde la óptica de la problemática planteada en Italia por la famosa “cuestión romana” o pérdida de los Estados Pontificios, donde estaban simbolizados los dos poderes, el civil y el eclesiástico, el Trono y el Altar, o si se prefiere: la Iglesia católica y el poder “legítimo” gubernamental, coincidentes ambos en una misma persona: el Papa, en cuanto rey de Roma y jefe de la Iglesia Católica.
Los comentaristas del Código de Derecho Canónico, al determinar la figura del delito expresado en el canon 2335, decían: “Son sociedades que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas aquellas que tienen por fin propio desarrollar una actividad subversiva valiéndose para ello de medios ilícitos”. Por lo tanto, sólo podían incurrir en la excomunión aquellos católicos que se inscribían en la Masonería u otras asociaciones que realmente maquinaban contra la Iglesia y los poderes civiles legítimos. Quien estuviera “de buena fe” en la Masonería (no viendo en ella, por ejemplo, más que una asociación de búsqueda de la fraternidad universal o una asociación de progreso social), no caía bajo la pena de la excomunión. Y por la misma razón los católicos podían ingresar en la Masonería cuando ésta no coincidía con lo que erróneamente se entendía en el Derecho Canónico sobre la Masonería: que era una sociedad que maquinaba contra la Iglesia y los poderes civiles legítimos.
El Concilio Vaticano II, finalmente, se puede considerar el punto de referencia en que acaba de cuajar un movimiento de aproximación entre la Iglesia Católica y la Masonería, iniciado ya en ciertos sectores a comienzos del siglo XX. Las intervenciones de Monseñor Méndez Arceo (Obispo de Cuernavaca, en México) en el Concilio Vaticano II marcaron un hito en la cuestión de la actitud de la Iglesia para con las sociedades secretas y en concreto con la Masonería. A partir de ese momento la desconfianza mutua empieza a desaparecer. En este sentido los obispos de Francia, en 1967, abordaron ya el tema de la Iglesia y la Masonería. Otro tanto hizo la Conferencia Episcopal Escandinava a finales de 1967, al tomar la decisión de que los masones que desearan abrazar el catolicismo pudieran ser recibidos en la Iglesia sin tener que renunciar a ser miembros activos de la Masonería. El obispo auxiliar de París, Monseñor Pezeril, fue invitado a dar una conferencia en la Gran Logia de Francia (22 de junio de 1971). El arzobispo de Arcajú, en Brasil, hablaba en la Logia de Cotinguiba, en 1969, y en 1971, recibía el título y medalla de oro del Gran Reconocimiento Masónico.
Similares reacciones se producían en otras importantes Conferencias Episcopales, en cuanto al cambio experimentado en la forma de tratar la cuestión masónica. Pero la necesidad de sintetizar obliga a aludir solamente al documento del cardenal Franjo Šeper, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, fechado el 19 de julio de 1974, en el que por primera vez desde la excomunión de 1738, la Santa Sede admitía públicamente la existencia de Masonería exenta de contenido contrario a la Iglesia y, por lo tanto, la pertenencia a la Orden no condenaba a sus miembros a la excomunión. Dicho de otra forma, se reconocía que la excomunión lanzada hacía dos siglos –y renovada en forma reiterada durante el período que llevó a la unificación italiana, con la pérdida de los Estados Pontificios– tenía su explicación en un contexto de problemas políticos y luchas religiosas.
Dos años antes, en 1972, el cardenal Seper había propiciado ya la posibilidad de la presencia de los católicos dentro de la Masonería. En concreto, intervino, tanto en Francia como en el Reino Unido e Italia, un representante del Vaticano, en la persona del entonces Secretario de la Comisión Pontifica para los no creyentes y consultor de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, don V. Miano, encargado de estudiar los problemas que planteaba el canon 2335 y de exponer viva voce que podía ser aceptada la interpretación de dicho canon según la cual se restringía la excomunión sólo a los miembros de aquellas asociaciones “que se dedicaban a complots contra la Iglesia y los poderes legítimos”.
Posteriormente, el 19 de julio de 1974 –como hemos visto– el cardenal Seper hacía público un documento en este mismo sentido, en una carta dirigida a los presidentes de algunas Conferencias episcopales más directamente interesadas en el asunto sobre si los católicos podían pertenecer o no a la Masonería. Criterio que fue renovado el 12 de marzo, en respuesta a la Conferencia Episcopal brasileña.
Es claro que con el documento del cardenal Seper se dejaba entender que la excomunión contra los masones solamente era válida en aquellas logias que obraran expresamente contra la Iglesia en sí o contra su misión. Y, en este sentido, una gran parte de las Conferencias Episcopales más directamente afectadas por la problemática de los masones católicos –a excepción de la alemana– fueron suficientemente claras en sus manifestaciones, para que no quedara duda sobre la posibilidad de compaginar al mismo tiempo ser católico y masón, siempre y cuando la Masonería a la que se perteneciera “no maquinara contra la Iglesia”.
A fin de cuentas, era la interpretación correcta y mantenida desde hace mucho tiempo por los especialistas en la materia. “La ley penal –diría el cardenal Seper– hay que interpretarla en sentido restrictivo. Por tal motivo se puede, con seguridad, enseñar y aplicar la opinión de aquellos autores que mantienen que el canon 2335 afecta solamente a aquellos católicos inscritos en asociaciones que verdaderamente conspiran contra la Iglesia”.
En el nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado el 25 de enero de 1983, y actualmente en vigor, el canon 2335 fue sustituido por el canon 1374 que dice así: “Aquellos que dan su nombre a asociaciones que maquinan contra la Iglesia, serán castigados con una pena justa; aquellos que la promuevan o dirijan serán castigados con la pena de entredicho”. Es decir, que ha desaparecido toda referencia a la Masonería, a la excomunión y a los que maquinan contra las potestades civiles legítimas, tres de los aspectos básicos que sólo tenían razón de ser en el contexto histórico de un problema concreto italiano del siglo XIX que, evidentemente, al no existir hoy resultan anacrónicos mantener. Y así lo entendieron los expertos que durante más de veinte años trabajaron en la redacción del nuevo Código de Derecho Canónico, a pesar de las presiones que hasta última hora se ejercieron, especialmente desde ciertos sectores fundamentalistas de la Iglesia, para que se mantuviera la excomunión contra los masones.
Fruto de estas presiones, el cardenal Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sorprendía el 27 de noviembre de 1983, coincidiendo con la entrada en vigor del nuevo Código de Derecho Canónico, a los nueve meses de su promulgación, con un hecho sin precedentes en la historia de la iglesia. Ratzinger publicó una Declaración sobre las asociaciones masónicas, por la que, antes de ser nombrada y constituida la comisión pontificia de interpretación del código, se adelantaba en sentido restrictivo, por no decir negativo, haciendo decir al código lo que en modo alguno se recoge en él, echando por tierra uno de los pequeños avances que en los últimos años se había conseguido en la clarificación de la relación entre la Iglesia y la Masonería. En dicha nota se decía que “permanecía inmutable el juicio negativo de la Iglesia respecto de las asociaciones masónicas, porque sus principios siempre habían sido considerados inconciliables con la doctrina de la Iglesia, por lo que la inscripción en ellas permanecía prohibida”, a pesar de que en el nuevo Código de Derecho Canónico no se mencionara expresamente a la Masonería. Y añadía que “los fieles que pertenecieran a las asociaciones masónicas estaban en estado de pecado grave y no podían acceder a la santa comunión”. Finalmente, concluía diciendo que “no competía a las autoridades eclesiásticas locales pronunciarse sobre la naturaleza de las asociaciones masónicas”.
Ante la reacción de no pocas Conferencias episcopales contra esta nota que suponía una contradicción con lo practicado por la Iglesia desde el Vaticano II y por la propia Congregación para la Doctrina de la Fe, que, como hemos visto, había autorizado hacía diez años, pública y oficialmente, la pertenencia de los católicos a ciertas masonerías, el Obsservatore Romano se vio obligado a publicar el 23 de febrero de 1985, en primera página, a tres columnas, un artículo anónimo (aunque evidentemente reflejo oficial del antiguo Santo Oficio romano) bajo el título: “Reflexiones a un año de la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Inconciabilidad entre la fe cristiana y la masonería”. Este artículo es más desafortunado, si cabe, que la nota anterior y supone una vuelta a la época inquisitorial.
En primer lugar, el mismo título no pareció entonces muy acertado. Hubiera sido más correcto haber hablado de fe católica, pues ciertamente no existía todavía en aquellas fechas incompatibilidad “oficial” entre fe cristiana y masonería, desde el momento en que desde los redactores de las Constituciones de la Masonería de 1723, los pastores Anderson y Desaguliers, hasta hoy habían sido y siguen siendo muchos los altos dignatarios de la Iglesia de Inglaterra, de las iglesias luteranas escandinavas y alemanas, pastores de las iglesias reformadas escocesas, suizas, holandesas, francesas y americanas del norte y del sur, metodistas, evangélicos, etc., que formaban parte de logias masónicas sin problemas de fe cristiana. Por citar sólo dos casos representativos: el primado de la Iglesia anglicana, Doctor Fischer, o el patriarca Atenágoras, de la Iglesia ortodoxa, con quienes Juan XXIII, lejos de todo triunfalismo personalista, inició, con su sencillez y humildad características, una apertura al diálogo ecuménico, en una atmósfera de comprensión fraternal.
Tampoco resulta muy acertado el planteamiento inicial del artículo, donde se dice que el juicio negativo de la Iglesia contra la Masonería ha sido inspirado por múltiples razones prácticas y doctrinales. Entre las prácticas, cita “la actividad subversiva” de la Masonería contra la Iglesia. Entre las doctrinales, dice que la Masonería tiene ideas filosóficas y concepciones morales opuestas a la doctrina católica, que lleva “a un naturalismo racionalista, inspirador de su actividad contra la Iglesia”. Traer como prueba dos documentos de León XIII, la Humanum Genus, de 1884, y una carta al pueblo italiano de 1892, da la sensación de una gran pobreza y parcialidad histórica, no ya porque la Iglesia a la que se refiere León XIII no es la de hoy, ni los problemas políticos de la reunificación italiana tienen por qué seguir afectando todavía hoy a la Iglesia universal, sino porque la Masonería actual tampoco tiene nada que ver con la del siglo XIX ni con una cuestión política concreta, pasada o presente.
Pero lo más grave es que, tanto la “Declaración” de 1983, como las “Reflexiones” de 1985 se inspiraron en un documento tan reaccionario y erróneo como la Declaración que los obispos alemanes habían hecho pública el 28 de abril de 1980, contra la Masonería.
Las reflexiones vaticanas del 23 de febrero de 1985 no son otra cosa que una glosa de dicha declaración alemana, a la que sigue en sus puntos fundamentales; como el relativismo, el concepto de verdad en la masonería, las acciones rituales, la visión que los masones tienen del mundo, etc. El paralelismo es tanto más llamativo cuanto falso el planteamiento de la declaración alemana. Pues ya el punto de partida es gravemente erróneo al considerar a la Masonería como una religión o seudo religión y a los rituales masónicos como si tuvieran un carácter sacramental.
El documento episcopal alemán centra la inconciabilidad entre Iglesia y Masonería en una cuestión teológica clave, desde nuestro personal punto de vista: la Masonería niega que la Iglesia católica –u otra Iglesia o Institución– sea detentora de la verdad absoluta, objetiva y revelada e interpretada auténticamente por el magisterio de la Iglesia. Pero tampoco la Masonería ataca ni discrimina a sus miembros que así lo crean. No obstante, debemos aclarar la Masonería no es, ni ha sido nunca, una religión. Es una sociedad laica, con una finalidad de trascendencia por el camino iniciático, de perfeccionamiento por el conocimiento profundo del propio ser. Tiene, además, un ideario de fraternidad universal y perfeccionamiento material y espiritual del hombre, lo suficientemente amplio en sus formulaciones para que tengan en ella cabida hombres de diferentes creencias y opiniones políticas, sin que esto suponga indiferentismo ni sincretismo, sino simplemente tolerancia y respeto con relación a la libertad de pensar y creencias de los demás. En la Masonería tienen cabida todos los creyentes en un Principio Superior, increado –es decir, no ateos–, sean éstos cristianos católicos, musulmanes, hebreos, etc.
Pero quizá lo más llamativo tanto de las reflexiones vaticanas de 1985 como de la Declaración de los obispos alemanes de 1980, es que no citan ningún texto auténtico de la propia Masonería, ya que utilizan como única fuente el Diccionario de la Masonería (Freimaurer-Lexikon) de Lennhoff-Posner, como si se tratara de la Biblia masónica, cuando el más pequeño aprendiz de historiador sabe el valor relativo y personal que tienen todos los diccionarios, y más éste que fue publicado en 1932, si bien los obispos alemanes citan una edición fotostática de 1975. Y en la misma medida resultan fuera de lugar todas las reflexiones filosóficas que allí se hacen en torno a la Masonería, pues en este caso siguen al pie de la letra a Lessing y su controvertida Filosofía de la Masonería, con el mismo error de partida de considerar a Lessing como la máxima autoridad filosófica de la Masonería y su compilador oficial, aunque la Masonería ni siquiera tiene una filosofía oficial, si bien a lo largo de la historia ha habido algunos filósofos masones, como el propio Lessing, Herder, Goethe, Fichte y Krause, que escribieron sobre “su” filosofía de la Masonería; y que reflexionaron filosóficamente sobre lo que ellos creían que era o debía ser la Masonería; reflexiones que son radicalmente dispares unas de otras, de la misma forma que lo son las realizadas más recientemente.
En síntesis, el documento publicado por el Obsservatore Romano en 1985 elude la cuestión fundamental e histórica de la hostilidad de la Masonería contra la Iglesia, o si se prefiere de la Iglesia contra la Masonería, que era el único motivo jurídico de incompatibilidad que existía en el Código antiguo, y se intenta volver a cuestiones doctrinales y de principios –e inclusive teológicas– basadas no en documentos actuales, sino en referencias del magisterio del siglo XIX.
La esperanza del futuro
Benedicto XVI, de nombre secular Joseph Aloisius Ratzinger, fue elegido como Sumo Pontífice el 19 de abril de 2005, tras el fallecimiento de Juan Pablo II. Es pertinente recordar que siendo aún el Cardenal Ratzinger y avalado por el Papa, convierte en ley canónica un documento del ex Santo Oficio por el cual los católicos que den su nombre a la Masonería están en pecado grave y no pueden acercarse a la eucaristía.
El 28 de febrero de 2013 se retiró y asumió el título de Papa Emérito, con la intención de dedicarse a la oración y el retiro espiritual. Su renuncia fue anunciada por él mismo días antes, el 11 de febrero, y es una decisión excepcional en la historia del papado, ya que, si bien el sumo pontífice dimisionario más próximo fue Gregorio XII (1415), el precedente de Celestino V (1294) es el único del que se puede asegurar que fue de forma libre y voluntaria.
Casi dos semanas después de retirarse de la Ciudad del Vaticano, 115 cardenales eligieron en el cónclave de 2013 al argentino Jorge Mario Bergoglio, quien asumió el cargo con el nombre de Francisco.
Por mi conocimiento personal del Papa Francisco, que es un Santo en Vida y un auténtico Pastor de Almas, tengo fundadas esperanzas en que la Masonería y la Iglesia Católica encontrarán la fórmula para un trabajo conjunto y en beneficio de la humanidad toda.
Seguramente eso sucederá cuando el actual Papa Emérito deje de serlo.
Me ha resulTado esta nota, esclarecedora e ilustrativa y pienso que debería ser extensiva a mas lectores no HH pues incidiría a clarificar conocimiento, entre la siempre proclamada «diferencias sustanciales » masonería e iglesia, fundadas en informaciones trendenciosas vertidas por algunos radicales del catolicismo.